16 descargas eléctricas

Nicolas Guillen Landrian Nicolás Guillén Landrián, hacia 1968, después de sufrir tratamiento de electroshocks.

Nicolás Guillén Landrián es -que yo sepa- el único cineasta que pudo realizar un cine irreverente después de sufrir dieciséis descargas eléctricas. Otro caso parecido fue el de Leni Riefenstahl, que fue condenada a manicomio y electroshocks con el claro propósito de “desnazificarla”.

Pero por ir lejos, la obra de Riefenstahl, que comparte virtud y desgracia estética en la propagación del nazismo, fue siempre reverente. Antes y después del nazismo, antes y después de las descargas eléctricas. Si la explicación que se halló para condenar a Riefenstahl fue su apego ideológico, en el caso de Guillén Landrián fue lo contrario, su desviación existencial de la norma. Esa sentencia condicionará su encierro en un lugar orwelliano, donde, dicen, acabó loco.

Tampoco se conoce caso similar de censura sistemática como la que, en gran proporción, sufrió la obra de este cineasta cubano. La misma institución productora de sus filmes, la que hacía posible sus arriesgados experimentos audiovisuales, impedía luego –con reiterada proclividad- su exhibición y, por ende, negaba vida natural a la obra.

Fotograma de Ociel del Toa (1965), Espiga de Oro en la SEMINCI de Valladolid.

De algunos documentales suyos no existen copias; otros, nunca los terminó. Un guión de ficción de su autoría solo sirvió como prueba judicial en su contra. Sus reiteradas disidencias, estéticas y existenciales, condicionaron su expulsión del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos en una época que alguien definió como gris y, otros, como negra. Eran los gloriosos años 70.

Después de la expulsión, al cineasta no le quedó más remedio que vagar sin rumbo por una ciudad de posguerra; perderse en trabajos efímeros, como guardaparques y barrendero. Ser sobrino de Nicolás Guillén, poeta nacional, tampoco lo salvó de cárceles y de reclusiones hospitalarias. Se volcó a la pintura. La mayoría de las veces, dicen, aparecía con un lienzo en ristre, procurando dineros de su arte. En 1989 se fue al exilio.

Cuando me propuse hacer un documental sobre Guillén Landrián, ya él vivía en Miami. Lo contacté por e-mail y mostró su sorpresa de que un documental así se pudiera realizar en el mismo país donde se le condenó al ostracismo. Le conté que su obra comenzaba a exhibirse. Esa fue su mayor alegría.

Fotograma de Coffea Arábiga (1968), sobre el delirio de Fidel Castro de convertir los alrededores de La Habana en una gran plantación cafetalera.

Para Café con leche, que así terminó llamándose mi documental, realicé muchas entrevistas. En mi opinión, las mejores fueron las de las personas que habían protagonizado Ociel del Toa (1965). Casi cuarenta años después, dar con estos guajiros ingenuos fue una suerte, una bendición. Vivían en montes cercanos a Baracoa, excepto Ociel, a quien encontré en La Habana.

Previendo un cortocircuito, los antiguos inquisidores se negaron a ser entrevistados, a hablar sobre el caso de este cineasta maldito. Uno le negó con aplomo el derecho a la irreverencia. Habló de traiciones. El otro, más precavido, se escudó en un silencio demasiado ruidoso. A estos auspiciadores de las leyendas negras debo, de algún modo, mi obstinación en querer retratar la accidentada vida de Nicolás Guillén Landrián. Pero debo más a sus compañeros de oficio, a los que hablaron y detallaron su admiración por uno de los más genuinos cineastas cubanos, el más vituperado y escamoteado a sus contemporáneos, reservado solo para futuros espectadores atónitos.

Gracias a dos cercanos colaboradores en Miami pude enviar un cuestionario a Guillén Landrián, que respondió ante cámara a mis preguntas. Esta fue su última entrevista: poco tiempo después se le descubrió un cáncer fulminante que acabó con su vida.

En el intermedio de la edición, ese trágico acontecimiento determinó el rumbo que hube de dar a las muchas horas filmadas. De las entrevistas a antiguos protagonistas y colegas de oficio, apareció apenas nada en el montaje final. Me interesó, sobre todo, darle voz al hombre, al cineasta oculto.

En efecto, en Café con leche lo que importa es el rescate de esa voz y de algunas de las señas de identidad del cine de Nicolás Guillén Landrián. Documental de montaje, que cabalga a ratos entre la biografía y el rompecabezas formal, como un retrato incesante de dos épocas.

Cuando él murió, sentí que algo misterioso y extraño nos había unido. La misma percepción la tuvieron todos los que trabajaron en este documental sobre su vida. Gestos, mirada penetrante, el cigarrillo y el humo, las palabras y sus modos, todo en Nicolasito se nos hizo tan familiar que es como si siempre nos hubiésemos conocido. Esa fue la vasta percepción entre un hombre que se va y otros que deben continuar su legado.

No me alargo más, porque no es propósito mío deshacer ningún entuerto. Solo debo agregar que, entre todo el material filmado que nunca usé, me queda por salvar un making of a destiempo de Ociel del Toa, contado por sus propios protagonistas. Algún día daré forma a un libro biográfico. No hay prisas.

Manuel Zayas, mayo 2011

CAFÉ CON LECHE
(Cuba, 2003, Documental, 30 minutos)
Dirección: Manuel Zayas
Producción: EICTV / Magdiel Aspillaga
Fotografía: Arnold Díaz / Daniela Sagone
Edición: Joel Prieto
Sonido: Manuel Zayas / Alicia Alén / Shinya Kitamura

Mención Especial del Jurado Play-Doc, España, 2005
Telelatino Film Prize, Alucine, Toronto, 2007

Texto solicitado y publicado por la revista Bisiesto Cinematográfico, No. 2, La Habana, 2011, oct.-dic., bajo el título 16 descargas eléctricas. Gracias a Elizabeth Mirabal y a Fernando Pérez por las gestiones.