Nicolás Guillén Landrián: muerte y resurrección

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En los círculos de personas que lo conocían en Cuba y que habían perdido todo enlace con él, a Nicolás Guillén Landrián ya lo imaginaban muerto. En febrero de 2003 —gracias a Alejandro Ríos y a Lara Petusky Coger— conocí que el cineasta vivía en Miami y entré en contacto con él. Los encuentros fueron sólo a través del correo electrónico y duraron unos escasos tres meses.

Nicolasito todavía no sabía del cáncer que acabaría con su vida, ni yo me imaginaba haciéndole un documental post mortem. Pero como sucedió con sus filmes, estrenados la mayoría casi treinta años después de terminados, en su vida todo pareció quedar postergado. Más que quererlo el destino, esa fue la determinación de los ilustres funcionarios de la cultura.

En 2002 y 2003, la Muestra de Jóvenes Realizadores que auspicia el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), estrenó la mayor parte de sus títulos dentro de la sección Premios a la sombra.

En el dossier de presentación, se aclara: «A la sombra (frase idiomática): bajo el amparo de// en la cárcel// oculto tras// en la penumbra// sin suerte, sin fortuna// permanecer oculto a pesar de// puesto a un lado// reservado».

El descubrimiento sorprendió a no pocos entendidos. Desde entonces el nombre de Nicolás Guillén Landrián comenzó a resonar. Imagino que algún día figure en los catálogos del cine cubano.

Estas son las únicas tres cartas que se salvaron de aquel encuentro. Lamento ser tan poco minucioso en no archivar toda la correspondencia, en no haber conservado las fechas:

I

Estimado Manuel: Los documentales o mejor dicho los títulos de los documentales de los que envías una lista resulta incompleto. No sé si has querido sintetizar. Los títulos son:

Homenaje a Picasso, El Morro, Un festival deportivo, En un barrio viejo, Ociel del Toa, Retornar a Baracoa, Plenaria campesina, Rita Montaner, Los del baile, Coffea Arábiga, Desde La Habana —1970— Recordar, Taller de Línea y 18, Un reportaje en el puerto pesquero y Nosotros en el Cuyaguateje que fue el último que yo hice. Además yo dudo que existan copias de Desde La Habana -1970- Recordar y de Rita Montaner, porque tengo entendido que no se copiaron, se quedaron en edición de imagen y sonido, re-recording1, y El Son, del cual no pude ver ni los rushes2.

Ojalá que logres un filme objetivo y ejemplar debido al tema.

Saludos,

Nicolás Guillén Landrián

II

Olvidé Patio arenero y Congos reales debido a la premura con que me dirigí a ti hace unas horas. No tengo conflictos estéticos con ninguno de mis filmes. Todos los conflictos estéticos son resultado de los conflictos conceptuales. Yo quería ser un intérprete de mi realidad. Siempre estuve en el vórtice de la enajenación. El resultado cabal es cada filme terminado.

No pensaba en hacer cine antes de que existiera el ICAIC porque no tenía manera de lograr un resultado. Pero sí había hecho un corto sobre Zanja en La Habana en el cual fui acompañado por Françoise Sagan. No se editó. Una de las patrocinadoras de este filme fue mi madre, Adelina Landrián, que dio dinero y compró la máquina de editar —que no se usó—; otra, la Juventud Católica de La Habana.

Me acerqué al ICAIC debido a que no tenía ninguna opción laboral en la década del 60. Busqué trabajo allí y me lo dieron. Comencé como asistente de producción y en unos años fui nominado director de cortometrajes.

Mi formación —apoyada en la obra de otros realizadores de la Escuela Documental: Alberto Roldán, Fernando Villaverde— me hizo optar por temas inmediatos y plausibles. Por esto todos mis documentales resultaron luego postergados.

Fui humillado y proscrito durante toda mi permanencia en el ICAIC y censuraron mi cine —decían— debido a mi comportamiento social.

Joris Ivens y Theodor Christensen fueron el encuentro de un lenguaje adecuado y superior que de ambos maestros era inherente. Aprendí mucho con ambos: sobre todo, a ser cariñoso con la gente, a actuar con cariño.

No tengo copia de Los del baile, de Nosotros en el Cuyaguateje, de Plenaria Campesina, de Un festival deportivo ni de Congos reales.

Saludos,

Nicolás Guillén Landrián

III

¿Te imaginas tú lo que fue para mí verme de pronto en los calabozos de Villa Marista3? Viendo, según ellos, cuáles eran mis conflictos ideológicos, luego de haber obtenido la Espiga de Oro4 con Ociel del Toa?

Y no quedó allí. Me mandaron para una granja dos años; granja que era para personal dirigente que mantenía una conducta impropia. Ahí comenzó la esquizofrenia de nuevo, pero más aguda, que me llevó a ser tratado siquiátricamente por los médicos que había en la prisión. Ellos aconsejaron que fuese enviado a un centro donde pudiese ser atendido adecuadamente. A continuación, me montaron en un avión, descalzo, con el overol de la granja y por encima de los hombros un saco de listas que yo amaba mucho.

Me llevaron de Gerona a La Habana, donde fui internado en el Hospital Siquiátrico Militar que tenían ahí en Ciudad Libertad. De este lugar, luego de ser atendido por un siquiatra argentino, fui enviado bajo prisión domiciliaria a casa de mis padres, para que terminara de cumplir el tiempo que me restaba de la sanción, a la que fui sometido sin previo juicio alguno, sino por deliberación de un tribunal militar.

Luego me regresaron al ICAIC y el ICAIC me encargó un filme didáctico sobre la cosecha del café, teniendo en cuenta la jornada cafetalera que se iniciaba en Cuba en esos años en que yo había salido de prisión por conducta impropia de un personal dirigente. Y presto me dediqué a hacer un ameno documental —divulgativo más que didáctico, aunque es didáctico también— de todo lo que había tenido que ver con el café y el contexto en que me habían situado para hacer Coffea Arábiga.

Después de Coffea Arábiga, la folie5. No había manera de que pudiese hilvanar con sentido lógico, en imágenes cinematográficas para mí, la premura de los sesenta.

La paradoja es que no había un verdadero enfrentamiento político por mi parte, sino una anuencia muda y cómplice con todo aquel descalabro. Ya le dije, amigo, la folie.

Mi último re-recording fue el de un documental que titulé Nosotros en el Cuyaguateje.

He vivido en el ostracismo sesenta y cuatro años: desde que tengo uso de razón. Por el nombre y el apellido.

Imagínate tú que a los festivales internacionales que fueron mis filmes no asistí nunca porque no había conciencia en la dirección del ICAIC de que yo pudiese representar al cine cubano, ya que alguien se había atrevido a calificar —parece ser— mi cine como el cine de un afrancesado. Esto sucedió con En un barrio viejo y todos los responsables temerosos asintieron. En un barrio viejo tiene una mención en Cracovia, Polonia, una mención del jurado, y el premio a la ópera prima en Tours6, Francia. Así malcomencé y malterminé en la Industria de Cine Cubano. Por haber sido sometido a esto, pienso del ostracismo lo peor.

Saludos de Nicolás Guillén Landrián.

Amparado en el gozo que en mí provocaron sus filmes, comencé a perfilar un mapa de la trayectoria fílmica con el propio Guillén Landrián, el gran ausente de las publicaciones y catálogos especializados en cine y, también, el gran desconocido de algunos estudiosos foráneos: Michael Chanan en The Cuban Image7 no menciona siquiera el nombre del más maldito de los cineastas cubanos, algo que tampoco hace décadas después cuando reedita aquel volumen bajo el título de Cuban Cinema8. Lo singular es que, habiendo constancia en la Cinemateca de Cuba de los 18 documentales de su autoría, los estudiosos de cine, se cuidaran de citar aquel nombre.

Antes del deshielo, el único osado en valorar su aporte cinematográfico fue José Antonio Évora, que lo hizo, para mayor pecado, dentro de un artículo que tituló Santiago Álvarez et le documentaire, contenido en el libro Le cinéma cubain: «Si se me preguntara cuál es para mí el mejor documental salido de los laboratorios del ICAIC durante estos treinta años, escogería seguramente Coffea Arábiga de Nicolás Guillén Landrián. He aquí una obra hecha por encargo —sobre el cultivo del café— en la que el realizador ha subordinado el tema a su deseo de hacer una radiografía del espíritu nacional enardecido por la agitación revolucionaria, lo que viene a ser un retrato exacto del país»9.

La aseveración de Évora no deja lugar a dudas, y abre un cuestionamiento al canon impuesto en la historiografía del cine cubano. En 2007, consciente de que ha sido un vocero, el inglés Michael Chanan, reconoce «el caso más desafortunado que menciono aquí para corregir la omisión en mi libro sobre cine cubano, fue el de Nicolás Guillén Landrián, quien ya había hecho diez películas antes de realizar Café Arábica [sic] en 1968 y, lástima decirlo, luego fue víctima de una enfermedad mental. Landrián aprendió del estilo de montaje de Álvarez pero lo impregnó de una inflexión más personal, lírica y rara a la vez»10.

Lo que tampoco sabe Chanan es que, en cuanto a montaje cinematográfico, el adelantado no era Álvarez sino Guillén Landrián, y que éste aprendió directamente de Joris Ivens y Theodor Christensen, sus tutores. Recién entrado a la plantilla del Instituto de Cine, en 1961, empieza a trabajar como asistente de producción y de dirección, y realiza, con material de archivo, un corto documental que titula Homenaje a Picasso, desaparecido como también sucedió con Congos reales y con Patio arenero (todos de 1962). Nicolasito era conocido como el tipo de realizador que se podía adueñar de la moviola, de indicarle a su montador el fotograma exacto para el corte y de volverlo loco con las más insólitas irreverencias. Como rasgo distintivo de su primer cine, quedan las marcas de su impronta: la sutileza, la poesía y el regodeo estético, todo de lo cual adolece el cine de Santiago Álvarez, nombrado, según aquella tradición canónica, el más importante documentalista cubano.

Quizá por ser el mayor propagandista de la revolución, de contar con todos los recursos del Estado y salvando unos títulos suyos (Ciclón, Hanoi Martes 13, LBJ y 79 primaveras), sea más propicio hablar de la fábrica Álvarez, que de autoría personal, porque si hay algo de lo que él huye, es de la sutileza y de la poesía: su cine es pretendidamente político, directo, de malos y buenos, donde —como en un cuento de hadas—, el malo es siempre uno, el imperialismo yanqui, y los buenos, los revolucionarios de cualquier parte del mundo.

En este cine de la propaganda, del cliché, no hay espacio para ningún regodeo, ni para el estético: unidad hay, pero más desde el contenido. Álvarez, que lo sabe todo, nos enseña; Nicolasito, que duda, nos revela.

En un barrio viejo (1963) es la imagen hecha poesía, un retrato de la Habana Vieja, de una ciudad que parecía vivir la posguerra. Si hubiera que emparentar este cortometraje es con lo minimal, pues el realizador ha decidido dirigir su mirada a lo ensencial, el ser humano y a su habitat, o al menos su realidad inmediata, similar a a cómo hizo Ivens en Regen (Lluvia, 1929), en tanto retrato de Amsterdam en un día de lluvia.

Como testigo privilegiado de «la primera proyección de la primera copia» de En un barrio viejo, se cuenta el documentalista brasileño Gerardo Sarno, quien describía a Guillén Landrián «con un rostro grande de luna llena, sonrisa fácil, iluminado, y gentil y solícito con un aprendiz de cinematografía»11. Parece que bastó un comentario del Máximo Líder, que catalogó este cortometraje como «el de un afrancesado», y «todos los responsables temerosos asintieron», según me escribiera Nicolasito. Uno de esos responsables era Julio García Espinosa, para quien «el documental, sin embargo, pierde fuerza al aferrarse a esa especie de óptica nostálgica por los barrios viejos, similar al de aquellos turistas de antaño que alimentaban su sensibilidad disfrutando del rostro desvencijado, pobre, y, sobre todo estático, de los bohíos rurales»12.

En cambio, Sarno se siente espectador del «misterio que envuelve el nacimiento de un artista, el surgimiento entre los hombres, por ejemplo, de una nueva mirada, de una nueva manera de ver, pero nuestra, de todos nosotros, que no teníamos antes, y solo descubrimos y nos identificamos con ella después que la tenemos, y es como si fuese nuestra conocida de siempre, epifanía de la imagen y del ver en Nicolazito [sic]»13.

Encontramos aquí la sutileza del lenguaje en la encadenación de secuencias a través de los sonidos, del silencio con que mira una muchacha desde una azotea, en un día apacible, quizá un domingo, transitamos al taconeo sobre el asfalto de unos milicianos que marchan, y de ahí a la rumba y a los que apuestan por el juego de dominó. Una cámara en mano, que parece la mirada de un desorientado, nos lleva desde un café con su gente, a un cine de barrio, donde casualmente proyectan Umberto D, de Victorio de Sica; y de cuyo filme Guillén Landrián nos descubre una de las escenas más desconcertantes y entristecedoras que he visto jamás: «¿Habrá guerra?», se dice en italiano, el único diálogo que podrá oirse en los nueve minutos de documental. En esta cita, el realizador cubano parece rendirse ante el neorrealismo; pero también con la estética del cinéma verité, con esa cámara que huye de hacerse invisible, con esos niños jugando o aquel vendedor de pajaritos que no dejan de mirar al lente porque el realizador seguramente les ha indicado que lo hagan, que eso no es ningún sacrilegio, y solamente así, viendo como nos miran, podemos descubrirlos.

«La imagen era más importante que la palabra en sí. Me interesaba elaborar la imagen a través de un lenguaje nuevo, un lenguaje atrevido, interesante para el espectador»14. Estoy convencido de que, siendo un obseso de las imágenes, Guillén Landrián pensó o creyó alguna vez que la fotografía robaba el alma.

Incitado por Theodor Christensen, el realizador se fue al extremo oriental del país, la zona más ignota de la geografía insular. Regresó a La Habana con material para esos documentales que componen su pequeña e intensa trilogía del subdesarrollo: Ociel del Toa (1965); Reportaje (1966), también conocido como Plenaria campesina; y Retornar a Baracoa (1966). El primero de todos tuvo mejor suerte porque fue exhibido, enviado a Festivales de Cine y premiado en Valladolid. Los dos restantes fueron condenados al archivo fílmico. La sugerencia de Christensen de buscar temas fuera de los ámbitos citadinos, tuvo también su efecto inmediato en otros realizadores, pues de esa época destacan los documentales Por primera vez (1967), de Octavio Cortázar, y Vaqueros del Cauto (1965), de Oscar Valdés.

Guillén Landrián, como intérprete esteta que es, amolda la realidad a su manera. Ya se sabe que en ninguna realidad hay poesía, ni sutileza, porque toda realidad es cruda, vasta. Con estos títulos, el realizador se aleja del cine observacional más puro, y da cabida a la experimentación más perspicaz, e incluso se muestra como un incitador o provocador de los hechos. Debido a la burocracia implantada en el ICAIC, que obligaba a los directores de documental a presentar un guión previo para su aprobación, y a cómo fue denostado el free-cinema y con ello la espontaneidad y la producción independiente, Guillén Landrián tuvo que imaginar con precisión aquello que quería filmar. Lo que En un barrrio viejo ya era un rasgo, en la trilogía adquiere presencia mayor: el cineasta pasa de sugerir a la gente que mire a cámara a influenciar en lo real. Sin que lo notemos, las personas retratadas ya no posan, actúan. Al cineasta no le basta con la simple contemplación, y en él comienzan a desarrollarse las preocupaciones existenciales, que nos lo muestra en temas antitéticos o dialécticos: vida-muerte, ateísmo-religión, inmovilismo-cambio, pasado-presente.

Fascinado por la belleza que emana de su obra, en 2003, emprendí un viaje hacia esa zona que Guillén Landrían había retratado tan magistralmente casi tres décadas antes. El poder encontrar a los protagonistas de sus documentales, me permitió entender aspectos de su cine que como simple espectador no hubiera podido descifrar. Guillén Landrián hizo creer a las personas filmadas que eran actores y logra que interpreten escenas de ensoñación. En Ociel del Toa, epigrama de la vida de un adoslecente a las orillas de río Toa, prefigura lo idílico y lo terrenal.

«Todo lo que me decían que hiciera, yo lo hacía. Por eso, él me hablaba de que yo era una persona natural, vaya, a la que no hay que repetirle las cosas. Él me dijo que me iba a becar en La Habana y entonces después seguir como actor de cine. Sí, actor de cine»15, comenta Ociel Romero Labañino, aquel niño ingenuo ahora adulto, retratado en su día a día por Guillén Landrián. El hecho de que él mismo se viera como actor se debió a que así se lo había hecho creer el director. Tratándose de un documental filmado en 35mm, podía resultar muy caro repetir tomas e incluso lograr la esponteneidad. De ahí que cada plano fuera estudiado previamente a su filmación, y algunas escenas, como la del entierro final, fabricadas como si ficción fuera.

Ociel del Toa puede considerarse una gran metáfora de la muerte o retrato de un cambio. La barca que desde el inicio aparece, y los rostros de quienes la guían, tristes o incómodos, habrían de recordarnos que vamos al Hades, un lugar inexplorado, olvidado. Y al unísono, el documental se convierte en una metáfora sobre la vida. Para entender la forma de hablar y de pensar de los personajes filmados, el realizador suple la ausencia de entrevistas con los intertítulos, que se traducen en poesía.

«¿Ustedes han visto la muerte?», dice un cartel, que es más que palabras. Y Ociel que responde que nunca, que la muerte no se puede ver, ni tocar, ni oir. La obsesión del director con la muerte —otra vez simbólica— reaparece en Reportaje, documental sobre una plenaria de campesinos que han decidido matar la ignorancia, un gran muñecón de trapo al que llevan como estandarte y prenden fuego. En el momento en el que se desarrolla la asamblea, el montaje adquiere un matiz delineador: por un lado las caras de los que esperan y poco entienden, los mismos campesinos, y por otro, las instantáneas de Fidel, Martí y Lenin. Todo acaba en fiesta, en baile, y el documental que termina en un clímax enigmático, baste recordar a esa campesina que ha decidido no dejar de mirarnos. Esta fue la lección maestra que dio Nicolasito de cómo abordar el género reporteril y traicionarlo.

En Retornar a Baracoa ofrece, en tanto, un retrato de la primera ciudad de Cuba, todavía un lugar perdido en la geografía cubana, incomunicado por carretera del resto del país. Esta vez, la visión sobre las personas es menos romántica y el autor encara de manera frontal los problemas sociales que afectan a los habitantes de aquella ciudad: pobreza, inmovilismo, fatalidad. Por primera vez en su cine, el realizador hace uso del sonido directo, de entrevistas y del fotomontaje. Se atreve incluso a emplear una locución en retruécano de Fidel Castro, que se deja oir por un altoparlante, y en la que el líder alienta a los jóvenes a mantener el espíritu revolucionario y a que la revolución no pierda su espíritu juvenil. Al final del documental, un cartel: Baracoa es una cárcel con parque. Sobran palabras.

Si Christensen e Ivens influenciaron a Guillén Landrián no fue en la militancia política, pues en su cine no hay marca de ello. Christensen, que ya había rodado en Cuba un documental de corte propagandista, Ella (1964), fue invitado dos años después para visionar la producción documental del ICAIC, y decía: «En una evaluación corriente, práctica, pero no infalible, de las películas se utilizan las palabras no proyectable, proyectable y regular para describir las películas de menor calidad. Es sorpresivo que, de más de cuarenta películas, el cincuenta por ciento pertenezca a estas categorías. Tanto la cantidad de talento como las posibilidades para la creación son tales que debía dar origen a un menor número de películas en estas categorías, no siempre malas pero a menudo indiferentes». Aunque le reconoce valores artísticos, asegura ver en Los del baile «el gusto, y el mal gusto de mucha gente; es alegre y humorística, pero no lleva al espetador a ninguna parte —ni siquiera a una interrogación o a una sensación definida— simplemente termina. La mayoría de los films de este grupo son de otro tipo, o más bien, de otros dos tipos. El primer tipo es el indiferente. O el director permanece indiferente al asunto, o por lo menos el espectador se hace indiferente al mismo»16.

En su escrito, el danés elogia Ociel del Toa, donde «las fluidas imágenes de la naturaleza y de los seres humanos encienden la llama de la imaginación dentro de una estructura que es tan real porque está tomada del propia lugar del rodaje; es la —o una— historia típica del lugar». Pero no da cuenta de haber visionado Reportaje ni Retornar a Baracoa. Mostrándose contrario a cualquier estigmatización, reconoce que esta podría tener lugar17. El ostracismo comenzaba a tomar cuerpo en la vida de Guillén Landrián.

Para algunos mortales no hay nada más inservible que un artista; para mí, lo que se ha dado en llamar la ciencia de la siquiatría. He acudido a Vigilar y castigar de Michel Foucault para encontrar explicaciones a este estado de ánimo, he revisitado esa obra maestra del documental, Titicut Follies (1967), de Frederick Wiseman, para conmocionarme con las espeluznantes escenas de los locos y sus loqueros. Los electroshocks aparecen en mi mente como una forma cruel de anular el yo. Por la época en que la revolución cubana comenzó precisamente a eso, a la anulación social del yo, en los tiempos de la más colectiva euforia, después de la invasión de Playa Girón y llegada la sempiterna amaneza de guerra y los campos de concentración, de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (1965-1968), por esa época, justo en 1966, Nicolasito Guillén, según la excusa del diversionismo ideológico, fue sancionado por «conducta impropia» y enviado, en una suerte de prisión, a trabajar en una granja de pollos en la Isla de Juventud. Condenado a dos años, de los cuales cumplió uno, cuenta Gretel Alfonso, su última esposa, que «lo pusieron a repartir pienso en una granja para dirigentes desviados o algo así. Se volvió loco, y le regó gasolina a las gallinas, dice que de pronto él sintió que las gallinas decían: Nicolás, Nicolás, Nicolás. Todas blancas, horribles. Es un animal que no le gusta. No le gusta el gallo ni nada de eso. ¿Tú viste cómo en esa película, Ociel del Toa, el gallo es la muerte? El viejo con aquella cara es la muerte. ¿No? Y no le gusta ese animal, ni cómo mira ni nada»18.

Y después de prender fuego a aquella granja orwelliana y quizá por encarnar el también orwelliano término de «no-persona», matizado por Virgilio Piñera como «el muerto en vida», quizá por rebelarse contra el no-ser, Nicolasito Guillén Landrián, antes «de sonrisa fácil» y ahora completamente desquiciado, fue llevado a un hospital militar y sometido al método más fácil de anulación del yo, al de los electroshocks.

Algunos intelectuales cubanos con alma de fiscal, de dentro o de fuera, tienden a la justificación de la desgracia del otro con la fácil excusa de «él se lo buscó». Esto lo he oído mientras investigaba para mis documentales sobre Guillén Landrián (Café con leche, 2003) y de Reinaldo Arenas (Seres extravagantes, 2004), fieles exponentes de los intentos del poder por anularlos. En el caso de Guillén Landrián se le ha asociado al consumo de drogas, a la compra-venta de los más diversos artículos, a supuestas estafas, a intentos de salida ilegal del país y hasta con planes de atentado al Comandante en Jefe. En un país donde una determinada conducta puede ser catalogada de pre-delictiva —razón por la cual cualquier juez puede dictar prisión, sin que ningún delito se hubiera materializado—, es fácil entender por qué Guillén Landrián fue a dar, en varias ocasiones, a la cárcel. Lo que no queda claro es por qué en 1968 fue readmitido en ese Instituto de Cine. Antes de ser incluido en el Departamento de Documentales Científico-Populares, al cineasta ya le habían vetado tres títulos, y le habían impedido terminar un documental sobre una de las más grandes voces de la canción popular cubana, Rita Montaner (1965).

¿Fue acaso un intento del ICAIC de reparar el error? ¿Serían conscientes los funcionarios de las injusticias cometidas? ¿Creían que los problemas de este negro maldito habían tenido solución en una sala de siquiatría? Estas interrogantes quedan como preguntas retóricas, porque si bien busqué las respuestas de los antiguos responsables al mando, nunca las tuve. Después de entregar un cuestionario a Julio García Espinosa y de enviar otro a Alfredo Guevara, el primero telefoneó al segundo y le expresó su miedo ateo. «Quieren resucitar a Nicolasito Guillén», le dijo.

Luego de que una persona sufre una terapia de electroshocks, los siquiatras dan por probable que se sucedan síntomas de amnesia y otros en la esfera emocional. Lo vivido por el cineasta habría de condicionar una ruptura estética con su cine precedente, ruptura que se manifiesta a partir de ahora en un montaje menos lineal, y más asociativo o intelectual, en el discurso formal de la apoteosis y de la totalidad, y en una frialdad que antes le era ajena. Si dije que su primer cine estaba marcado por la poesía, la sutileza y el regodeo estético, estos calificativos le serán, en lo sucesivo, por lo general, más extraños. El montaje lineal supone que nada externo al tema debe contaminar la obra, que las secuencias y los cortes se integran en una narración más natural. La poesía era la expresión de su realidad espiritual. Y el regodeo estético nace del coqueteo formal, pero donde éste no es el determinante. En su cine posterior al encierro y a los electroshocks, Guillén Landrián, en vez de acudir al montaje lineal, preferirá el intelectual, tan caro a Dziga Vertov y a Serguei Eisenstein; pretenderá lo feo y hablar de las asociaciones, en una especie de búsqueda del todo, porque la realidad es compleja ya se sabe, y avizorará con frialdad, formalmente, la apoteosis y el descalabro. También el suyo.

Coffea Arábiga (1968) es la primera evidencia de esa evolución en el lenguaje, un documental que se anticipa a lo posmoderno, confirmación atávica de lo que ha sido Cuba: una gran plantación. De científico solo tiene el título, el nombre latino de la especie más cultivada de café. De didáctico, varios elementos, comenzando por un aburrido informe del Ingeniero Bernaza, que enseña cómo plantarlo y que el realizador integra dentro de un discurso animado de letras que saltan y crecen, que dejan leer algo extraño al mensaje original («A los yankis dales duro…»), y están también las lecciones de cómo preparar la tierra y todo el proceso desde la recogida del grano hasta la preparación de la bebida.

Era pretensión que el documental fuera solo didáctico, que enseñara al pueblo cómo cultivar el café, dentro de lo que se creía la hazaña del llamado Cordón de La Habana. Para el Fidel Castro agricultor, el café se podía plantar también en el llano, y los alrededores de la capital eran lugar propicio, y todo ello llevaría a una revolución en la agricultura. «Si ayer fue heroico combatir en la sierra y el llano, hoy lo es transformar la agricultura», reza un eslogan de la época.

En Coffea Arábiga se expresa una voluntad metadiscursiva, a ratos evidente, a ratos solapada. Aparecen varios guiños a los censores: Guillén Landrián recupera dos escenas de filmes suyos vetados, para dejar en evidencia a los estalinistas de la cultura: la del baile final de Reportaje y el fotomontaje de una mujer negra que se peina mientras escucha, en la radio, un poema cursi de un poeta local, de Retornar a Baracoa. Ambas secuencias se cortan abruptamente con la propaganda de turno, que incitaban a ir a plantar el grano.

Dentro del documental, aparece otro que ha hecho Guillén Landrián sobre el método de enseñanza del inglés. Conocedor de las posibilidades que brinda la publicidad y la radio (el cineasta había sido locutor radial antes de dedicarse al cine), echa mano a las marcas de café, como presentadoras de un método de enseñanza del inglés. Los cafés Tu-py, Pilón, Regil presentan la lección de inglés número 26, sobre las Navidades.

«Christmas, it is Christmas and he is Santa Claus with his bag of toys. He brings toys for the children», se escucha en un pésimo y pausado inglés mientras se suceden las imágenes de la miseria contrapuestas con las de la burguesía cubana de antes de la revolución. En el momento en que se dice la palabra toys se escucha una explosión.

«—Do you believe in Santa Claus? —Oh, yes, my children believe in him». Y un miliciano aparece con un brazo que la explosión amputó a algún infeliz. Muerto. Estas imágenes finales fueron las de la explosión del barco La Coubre. Un sabotaje. Guillén Landrián las descontextualiza y las usa a su acomodo, ajeno a cualquier sensiblería. El miliciano avanza con aquel brazo, corte al ritmo de la música estridente, y el miliciano que vuelve desde la posición anterior. Y de nuevo una pregunta al espectador: «¿Quieren ustedes tomar café Tu-py, Pilón, Regil?» «No», respuesta en coro y fusiles alzados. El contrapunteo de imagen y audio es tan magistral que debe tenerse a ésta como una secuencia emblemática del cine cubano.

En un momento que se cita como el de mayor irreverencia, se ve a Fidel Castro subir a una tribuna para dar un discurso. Cuando la cámara lo tiene en posición de close-up, una disolvencia, de la barba del capataz a plantas de café que florecen. Y comienza a sonar The fool on the hill, de los Beatles, prohibidos durante mucho tiempo en Cuba. Justo en el final del documental, el realizador retoma la canción. «Un momento, por favor», dice un cartel a toda pantalla. «Y ahora para terminar Los Beatles», y se vuelve a escuchar la canción, antes interrumpida. En Guillén Landrián hay una voluntad lúdica. Él desmitifica el significado primigenio de las imágenes y le impone el suyo.

Cuando Tomás Gutiérrez Alea realiza Memorias del subdesarrollo (1968), Guillén Landrián, uno de sus más cercanos amigos, escribe la secuencia de comienzo de ese filme «a partir de una experiencia que tuve yo en los carnavales de La Habana. Y la dirección del ICAIC no permitió que Titón me diera créditos»19. Mientras la gente bailaba al ritmo de «María Teresa, dónde está Teresa…», se produce un disparo, aparece un muerto, pero eso poco parece importar. El goce del cubano domina sobre la tragedia, el mismo goce y la misma orquesta de Pello el Afrokán que ya antes había retratado en Los del baile.

Otro experimento pop, cual diario o cuaderno de bitácora que consuma locura y apoteosis, es Desde La Habana ¡1969! Recordar (1969). El realizador empalma escenas que no guardan relación entre sí, como si se tratase de un noticiero, y en esa conjución de acontecimientos, nos da su visión más personal del mundo: se ve una explosión atómica mientras oimos a los Beatles; el hombre que llega a la luna; se ven los negros y el Ku Klux Klan; los pobres, los desclasados; se ve a Fidel Castro arengando a las masas; aparece un llamado a las jovencitas para que vayan a la agricultura; el asesinato del líder Jesús Ménendez; el ataque a Palacio Presidencial y hasta las notas del diario del Che Guevara, ante la inminencia de su muerte.

Hablando del filme, Guillén Landrián dijo: «Traté de hacer un cine muy subjetivo, muy personal y muy experimental, completamente experimental, cosa que no se logró porque decían que era caótico. Yo estaba ya un poco mal de los nervios cuando comienzo esos filmes, porque la presión bajo la cual yo viví en La Habana me fue llevando lentamente hacia la locura»20.

Quizá esa locura o ese desenfreno, le permitió ver lo que otros no pudieron, quizá le ayudó a entender la locura circundante y que tan bien reflejó en Taller de Línea y 18 (1971), según él, el documental que provoca su expulsión del ICAIC. «En este documental, yo usé muchas pistas de sonido del taller, que estaban en alto volumen… Martillazos, equipos electrónicos, las voces de los obreros, todo eso junto, mezclado, molestó mucho»21. El proceso de fabricación de autobuses y las discusiones de los obreros en las asambleas sindicales, eran ahora el eje de la mirada de Nicolasito. El resultado, un filme mordaz, en donde se materializa la atmósfera enloquecedora del sinsentido.

En la cinematografía cubana, nadie como Nicolás Guillén Landrián supo expresar con tan poco la poesía y ser un visionario. Nadie como él desacralizó lo que habría de tenerse por sagrado. Miró donde pudo, o donde quiso. Dudó todo el tiempo, pese a las represalias. Huyó de todo autoritarismo. Y eso quiso dejarnos.

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1 En inglés en el original. Trad.: mezcla de sonido.
2 En inglés en el original. Término usado para hablar del copión, de la copia positivada del negativo original.
3 Sede de la Seguridad del Estado cubana.
4 Máximo premio de la Semana de Cine Religioso y de Derechos Humanos de Valladolid, evento que luego adoptó el nombre de Semana Internacional de Cine de Valladolid. En 1966, Guillén Landrián recibió el premio ex-aequo con Ingmar Bergman.
5 En francés en el original. Trad.: locura.
6 Debido a un desliz mío, en la primera publicación de estas cartas apareció Toulouse en vez de Tours. Zayas, Manuel: «Mi correspondencia con Nicolás Guillén Landrián», en Cubaencuentro.com, Madrid, 22 julio 2005.
7 Chanan, Michael: The Cuban Image, Indiana University Press, Bloomington, Indiana, 1985.
8 Chanan, Michael: Cuban Cinema, University of Minnesota Press, Minneapolis, 2004.
9 Évora, José Antonio: «Santiago Álvarez et le documentaire». En: Paranagua, Paulo Antonio (Compilador): Le cinéma cubain, Editions du Centre Pompidou, París, 1990, p.130. [Texto original en francés. Traducción de Liliane Hasson].
10 Chanan, Michael: The Politics of Documentary, British Film Institute, Londres, 2007, p.199. [Texto original en inglés. Traducción mía].
11 Sarno, Gerardo: Glauber Rocha e o Cinema Latino-Americano, Prefeitura da Cidade do Rio de Janeiro, Río de Janeiro, 1995, p.35. [Texto original en portugués. Traducción mía].
12 García Espinosa, Julio: «Nuestro cine documental». En: Cine cubano, No.23-24- 25, La Habana, 1964, pp.3-21.
13 Sarno, Gerardo: Ob. Cit.
14 Petusky Coger, Lara; Alejandro Ríos y Manuel Zayas: «El cine postergado», En: Cubaencuentro.com, Madrid, 22 julio de 2005.
15 Entrevista con el autor.
16 Christensen, Theodor: «Estructura, imaginación y presencia de la realidad en el documental cubano». En: Fernández Santos, Francisco y José Martínez (Compiladores): Cuba. Una revolución en marcha. Editions Ruedo Ibérico, París, 1967, p.342. [El énfasis es del autor].
17 Ob. Cit.: p.345.
18 Entrevista con el autor.
19 Material descartado de El cine postergado, citado anteriormente.
20 Petusky Coger, Lara et al: Ob. Cit.
21 Petusky Coger, Lara et al: Ob. Cit.

Publicado originalmente en edición bilingüe español-francés en la revista Cinémas d’Amérique Latine, Nº.18, Toulouse, 2010.

© Manuel Zayas, 2010. Todos los derechos reservados.

5 pensamientos en “Nicolás Guillén Landrián: muerte y resurrección

  1. Querido Manuel,
    gracias por compartir con nosotros la correspondencia que cambiaste com «Nicolasito». Es un verdadero tesoro!
    Descubrí tu blog haciendo una investigación en internet.
    Aprovecho para decirte que «Ociel del Toa» va a ser ehxibido ahora en septiembre en Rio de Janeiro por ocasión de una muestra de documental allí. Y, seguramente, me acordé mucho de ti. Nada, quisiera solamente compartir la información. 😉
    Saludos eictevianos!

  2. Manuel, que bello ha sido leer todo tus documentos aquí expuesto!! me a dado mucho gusto, te he encontrado por casualidad soy cubana y buscaba a un gran amigo mio que estudio en la Escuela Internacional de cine en San Antonio de los baños. El es Ecuatoriano y se llama Alan Coronel he perdido sus referencias desde hace un tiempo, me lleve la grata sorpresa de encontrarte..Saludos.

  3. Pingback: CAFÉ CON LECHE (UN DOCUMENTAL SOBRE GUILLÉN LANDRIÁN) « cine-ojo

  4. Pingback: Sobre Nicolasito « cine-ojo

  5. Lo más completo que he leído acerca de Nicolás G. Landrian. El cineasta era una especie de laguna en mi formación, casi un mito… le redescubro ahora en este Blog. Agradezco este excelente ensayo de Manuel Zayas, sobre el coloso maldito.
    Tienes material para un otro documental… Fuerza!

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